Una universidad nacional desarrolla y certifica una cepa cultivada durante años en forma clandestina.
Darío Andrinolo y Daniel Loza se miran a la distancia. El primero es investigador del Conicet, la comisión estatal a cargo de la promoción de la ciencia, y director del proyecto Cannabis y salud de la Universidad Nacional de La Plata. El segundo, fallecido hace casi un año, se definía como un chamán. Aunque fue mucho más que eso. Ambos nacieron en La Plata -a 60 kilómetros de Buenos Aires- y aunque uno trabaja cerca de la casa donde vivió el otro, nunca se conocieron en persona. Apenas conversaron alguna vez por teléfono, pero los une una planta. Hace algunas semanas se presentaron los primeros resultados de las investigaciones realizadas desde hace un año sobre las tres Cepas Argentinas Terapéuticas (CAT) que conforman el primer cultivo científico de cannabis de un país que pena el autocultivo con condenas de hasta 15 años de prisión. Andrinolo y Loza, desde sitios distintos, tuvieron mucho que ver con el proceso.
“La idea es estandarizarla, caracterizarla y que uno esté seguro de que cada esqueje nos provee una planta de determinadas características. El fin último es generar todo el conocimiento necesario para que el autocultivo y el cultivo solidario puedan ser viables incluso cuando haya medicamentos en las farmacias”, explica Andrinolo. El proyecto, que integra a las Ongs el Jardín del Unicornio y la Asociación de Cultivo en Familia de La Plata, cuenta con el apoyo del Conicet y la Universidad, pero los responsables no han recibido respuestas de la secretaría de Salud ni el ministerio de Seguridad. “Los investigadores no sentimos discriminados, como si estuviéramos haciendo algo malo”, resalta Andrinolo.
Argentina sancionó en 2017 una ley que habilita a un registro de pacientes a recibir aceite de cannabis en forma gratuita por parte del Estado. Sin embargo, hasta el momento no existe ningún cultivo oficial, la marihuana incautada en operativos policiales se quema y las familias que quieren cultivar se ven obligadas a presentar amparos judiciales o hacerlo en las casas de las abuelas, mayores de 70 años y, por lo tanto, exoneradas de la prisión. “La industria argentina hoy se está perdiendo un negocio enorme, está ausente; pero por otro lado está el uso social de la panta que tampoco tendría porque ser reprimido o anulado por los productos”, opina el investigador.
De mártir a héroe
Una de las genéticas, la CAT 3, fue desarrollada y cultivada durante años por Daniel Loza o, como todos lo llamaban, “el profesor botánico”. Es alta en THC -uno de los componentes psicoactivos de la planta- y de momento ha demostrado un crecimiento mayor a las otras dos -20 centímetros por semana- y actividad genética en ambos alelos. En el año 2000, los médicos diagnosticaron a Loza hepatitis múltiple agravada. Una combinación de la hepatitis B con la C. Su hígado se desgranaba como un bizcocho. Loza decidió entonces abandonar su trabajo en el Estado para vivir tranquilamente los años que le quedaban, entre seis y ocho según los médicos. Optó por curarse sólo, investigando. Ser “su propio cobayo”, como decía. Así logró vivir otras 18 temporadas.
Loza era un amante de la naturaleza, y jugaba con ella. Entrenó semillas para el invierno, y logró que sean más resistentes. Revisó técnicas de siembra, cultivo, secado y curado; mezcló genéticas para crear otras nuevas e ideó un sistema de presión al vacío que modificaba las propiedades de cualquier producto. Todo con una obsesión absoluta. De esas experiencias nació el canal de YouTube Quinto Elemento, toda una guía del autocultivo en Argentina. También empezó a producir aceite de cannabis. Fueron muchos los que comenzaron a posar sus ojos en este extraño profesor autodidacta, de barba tupida y mirada desafiante. También la policía y los laboratorios.
Daniel no vendía aceite, sino que lo canjeaba por comida o regalaba a cientos de pacientes que calmaron sus dolores. Sin embargo, la policía detectó sus cultivos por medio de drones a los que el hombre saludaba con sorna, pero presagiando el final. En junio del año pasado, allanaron su casa y lo detuvieron. Lo liberaron cuatro días después, pero el daño estaba hecho: además de perder el aceite que él también consumía, en la prisión se contagió una tuberculosis y su cuadro se agravó. El 31 de agosto pasado, Daniel Loza murió y cientos de personas lo despidieron en el barrio y en las redes sociales.
“A mi viejo le fallaron tres órganos: el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial, y nos pueden fallar a todos”, resume su hijo Charly. “Hoy, lo único que me importa es llevar a mi viejo a ser un héroe”. A pocas cuadras de su casa, en la Facultad de Ciencias Exactas, crecen 20 plantas entre las que está su cepa, llegada allí por su acción solidaria. El legado está vivo.