Mirar la muerte desde la maternidad, desde el dolor de una pérdida no esperada, sentir que te arrancan el alma y sucede lo que no imaginamos poder soportar...
Hace muchos años conocí a Ester, ella me decía que yo era parecida a una de sus hijas, esa hija había partido siendo joven y cada vez que hablábamos del tema, yo le decía cómo hiciste para sobrevivir a su muerte.
Cuando nació Emma, volvió ese pensamiento, pero esta vez con los miedos de madre primeriza y miedos que me resultaban ajenos, desconocidos y de repente estaban parados ahí frente a la cuna, pareciera que vienen con el kit de puerperio, amamantar, noches sin dormir y toda la dimensión desconocida de lo que es comenzar a habitar la maternidad.
Hace unas semanas atrás una noticia empañó mi día, mucho más el de la familia de Juli. Su mamá Cecilia es de esas personas que quiero, que respeto, que siempre me mostró su don de gente y si bien no nos frecuentamos, cuando nos vemos nos sentimos amigas de la vida, nos sentimos pares, podemos transitar la historia desde el mismo lenguaje compartido.
Ceci perdió a Juli, a quien conocí poco, pero cuya imagen la tengo grabada en la retina. Tenía el pelo lacio que se movía con vida propia y un cuerpo lleno de curvas en el que uno percibía que se sentía cómoda, tenía mirada profunda y cuando te hablaba parecía tener esa capacidad de llegarte al alma, era una niña mujer y como un dulce suspiro se elevó alto dejando un vacío profundo.
Hay noches que le envío un mensaje a Ceci y los ojos se me nublan de lágrimas, ella me habla de que eran una y yo la entiendo, no sé si está mal o bien, pero yo a mi Emma la siento en el cuerpo, necesito tocarla, abrazarla, sentirla, y sólo habitar la ausencia en el pensamiento, me permite sentir o rozar el abismo…
Hoy nuevamente recibo un mensaje que me quiebra, Vale me avisa que Felipe, un niño del colegio Da Vinci también despegó de su cuerpo y sin conocerlo, sólo lo he visto un par de veces, pienso en su madre, pienso en esa mujer y en todas esas mujeres que pierden a sus hijos, hijas e hijes y hablo de las mujeres sin menospreciar el dolor paterno, pero hablo desde esta dimensión de lo femenino, de haber llevado a tu hijo o hija por 9 meses en el vientre o en el corazón y llevarlo siempre en uno, porque por más que vuelen, crezcan y se despeguen de la teta, de la luna y de la piel, ellos y ellas están tatuados en nosotras, con las alegrías y tristezas que nos generan, con las luchas a las que nos meten sin permiso y nos involucramos desde el barro al infinito…
Hijos, hijas, hijes que se palpitan, de los que podemos trazar un mapa de hazañas, aventuras, amores, lágrimas, silencios, odios, evoluciones, crisis, que nos cuestionan y a los que siempre afectamos, aunque tratemos de “hacer las cosas bien” muchas saldrán mal, pero básicamente cuando la maternidad es una elección, un deseo, una certeza, uno sabe que la unión con ese otro que vino de tu vientre o por los sagrados caminos del destino te sella con un hilo de oro, mágico, potente, desgarrador, visceral, profundo e infinito.
Vuelvo a las madres, trato de mirarlas en su dolor, pero yo no sé nada y desde el egoísmo más profundo me repito una frase de García Márquez de uno de sus libros “que no nos pase lo que somos capaces de soportar”.
Termino de escribir esto y entiendo un poco, entiendo que son madres, que son madres en la tierra y con sus hijos e hijas en el cielo o a donde vayan, pero no dejan de serlo nunca, están tatuadas, estamos tatuadas, porque una parte de ellos y ellas queda adentro, básicamente porque el cielo también nos habita.