El secretismo del poderoso aparato militar soviético logró acallar el accidente que en 1981 costó la vida a 37 personas. Un documental y una película contarán la historia de Larisa Savítskaya.
Sobrevivir a una caída de 5.220 metros de altura aferrada a un pedazo de fuselaje de avión no convirtió a la ciudadana soviética Larisa Savítskaya en noticia, sino en una testigo incómoda. El 24 de agosto de 1981, el An-24 de pasajeros en el que regresaba de su luna de miel junto con su marido chocó en pleno cielo con un bombardero Túpolev 16K. La entonces veinteañera fue la única superviviente. No solo resistió los ocho minutos de descenso y choques contra los árboles, también soportó tres días herida y sola a la intemperie. Pero las autoridades soviéticas ocultaron la historia de aquel hecho excepcional. Siguiendo su tradicional fórmula de opacidad y secretismo, el incidente fue declarado clasificado. Tampoco Savítskaya supo qué sucedió aquel trágico día hasta después de la caída de la URSS, hace tres décadas. 40 años después del accidente, un documental, Ocho minutos hasta el suelo, se fija ahora en esta historia de supervivencia y ocultación, que el próximo año abordará la película Odná (Una).
“No me contaron nada. Solo se dirigieron a mi madre y le dijeron: ‘Olvide lo ocurrido”, explica Savítskaya a EL PAÍS. “Mi madre firmó algunos documentos. No supe lo que había sucedido durante 10 años. Ni el número de pasajeros ni ninguna versión de los hechos”, relata la superviviente, que ha logrado asimilar con el tiempo aquel traumático día y rehacer su vida: “Ahora estoy bien, soy una persona feliz”.
En 1985 se publicó por primera vez un artículo sobre la catástrofe. Se culpó a los pilotos y se dijo que uno de los aparatos siguió volando. Hubo que esperar a los años noventa para que la investigación fuera desclasificada, y solo entonces se conocieron los enormes errores cometidos por las fuerzas aéreas soviéticas. El plan de vuelo del Tu-16K cruzaba una ruta civil sin haber avisado a los pilotos del bombardero, y el controlador de la base militar que debía haber supervisado el Túpolev no hizo un seguimiento de aeronaves mediante radar. La visibilidad era buena, más allá de los 10 kilómetros, pero el Túpolev se encontró de pronto con el Antónov civil en pleno ascenso. En total fallecieron 37 personas: 31 a bordo del avión de pasajeros y los seis tripulantes del Tu-16k.
El suceso ocurrió un lustro antes de la glástnost de Mijaíl Gorbachov, la búsqueda de la transparencia en la sombría administración soviética. Sin embargo, nunca desaparecieron ni el secretismo del poderoso aparato militar ruso ni el celo por tapar los errores propios. Los informes del accidente siguieron guardados en un cajón y el propio mandatario tampoco dio ejemplo cuando llegó la hora de la verdad: tardó un mes en comparecer tras el accidente de la central nuclear de Chernóbil de 1986. Una opacidad gubernamental que sigue viva incluso hoy: en 2019, mientras en la atemorizada ciudad de Arjánguelsk se detectaba un aumento de la radiación, el Gobierno calló durante cuatro días que se había producido una explosión en un laboratorio de nuevas armas impulsadas con motores nucleares.
“Todo por el secretismo”, lamenta hoy Savítskaya, que subraya que en la URSS los corredores aéreos militares y civiles no estaban coordinados. “Ocurrieron varios casos más así en el país”. La única superviviente del accidente aéreo recibió 75 rublos de Aeroflot por los daños sufridos, unos 110 dólares de la época equivalentes a 330 dólares de hoy (287 euros), y 150 rublos más por la muerte de su esposo.
Larisa tenía 20 años. Conocía a Vladímir Savitski por un amigo común, aunque empezaron a salir cuando ella ya estudiaba en el Instituto de Pedagogía de Moscú. Se casaron rápido y pasaron la luna de miel con los padres de él. Cuando montaron en el avión para volver a Blagovéshchensk (cerca de la frontera con China), el aparato estaba medio vacío y se situaron en la parte posterior por comodidad. Una azafata les invitó a sentarse delante, pero lo rechazaron y se volvieron a cambiar a los asientos de otros pasajeros que sí aceptaron moverse adelante. Savítskaya vio cómo salió volando su asiento original tras el choque.
“Me desperté en el pasillo”, recuerda la superviviente. La embestida del bombardero arrancó las dos alas y parte de su avión, y su zona comenzó a girar sin llegar a voltearse. Al volver en sí, Larisa regresó por impulso a su asiento y se abrochó el cinturón. Vladímir estaba en el sitio contiguo, muerto. “Supe en ese momento que mi marido había fallecido. Tenía sangre en la cabeza, en el traje...”, recuerda.
El fuselaje se despedazó progresivamente en ese eterno descenso. Por la descompresión hacía un frío intenso, decenas de grados bajo cero, y Savítskaya era consciente de todo. “La gente gritaba”, afirma. También vio los últimos minutos de varios pasajeros. Agarrada como podía a su asiento, que ya no estaba fijo del todo al suelo, le venían a la cabeza escenas de una película que había visto el año anterior con su esposo, Milagro en el infierno verde (1974), donde la protagonista se salvaba del mismo modo que estaba haciendo ella en ese mismo momento. Para su fortuna, la flexibilidad de los abedules amortiguó el impacto contra el suelo.
“Hay cosas que no se olvidan. No importa cuánto lo he intentado, el accidente de avión todavía me acompaña”, dice hoy. La superviviente recuperó la consciencia en pleno bosque. Tenía fracturas en brazos, costillas y cinco puntos de la columna vertebral, y sus dientes estaban rotos. A su alrededor la niebla creaba un paraje onírico. En él estaba el cuerpo sin vida de su marido.
“No sabía a dónde ir, rodeada de árboles. Hacía un frío terrible y llovía bastante. Quería dormir, pero no podía por el dolor”, describe Savítskaya, que decidió esperar a los equipos de rescate. Se cubrió con las mantas que encontró de los asientos y se protegió del acoso de los mosquitos con unos plásticos. Para calmar la sed, bebía de un charco. “Estaba empapada, solo quería calentarme”, recuerda. De pronto, un helicóptero sobrevoló su zona y ella le hizo señales, pero nadie acudió en su ayuda, la confundieron con unos geólogos que trabajaban en la región. El tercer día perdió la esperanza de que la encontraran allí. Muy débil, echó a andar. Apenas había avanzado cuando la encontró un equipo de rescate. Lo siguiente que recuerda es despertar de nuevo en un hospital.
Tras el accidente no solo tuvo que callar. Tampoco recibió ningún apoyo psicológico. “No existía ese concepto. ¿Quién ayuda en este tipo de situaciones? Mamá, papá. Cuando me mudé a Moscú a aprender psicofisiología, me estudié a mí misma. Logré ayudarme yo misma”, agrega.
La superviviente nunca ha trabajado como psicóloga con otras víctimas de accidentes, pero su experiencia con el estrés postraumático sí ha servido de apoyo a los afgantsi, los veteranos de la guerra soviética en Afganistán. “Tienen un estado mental parecido. Entender que no era la única, que hay más gente que ha sobrevivido a cosas parecidas, me ayudó”, afirma Savítskaya, que ha rehecho su vida y hoy mira a su alrededor y ve “un amado esposo, un trabajo, un hijo y una nieta”. Tampoco ha temido volver a volar: “Un proyectil no cae dos veces en el mismo lugar’, esta frase va sobre mí”.