Días antes de cumplir noventa años murió esta madrugada Josefina Robirosa, una de las de las grandes referentes de la pintura argentina. Muy querida y respetada por sus colegas, se había alejado del ambiente hace casi una década porque padecía Alzheimer. “Nunca supimos si dejó de pintar por la enfermedad, o si se enfermó porque dejó de pintar”, dijo su hijo, José Ignacio Miguens, que se ocupaba de representarla junto a su hermana María. Ambos aclararon que no habrá velorio, y que su madre falleció en paz.
Había comenzado a pintar cuando iniciaba la adolescencia, y era su pasión. “Entraba en un estado superior del alma”, recuerda su hijo, nacido del matrimonio con el abogado y sociólogo José Enrique Miguens. Nieta de Alvear por parte de su madre, fue criada en el palacio Sans Souci de San Fernando. Se casó a los 17 años, y dos años después ya era madre. Gracias a ellos llegó a tener cinco nietos -entre ellos, la escultora María Torcello, que le dedicó un agradecido mensaje en Facebook- y cinco bisnietos, familia por la que sentía devoción. También se divorció muy joven y volvió a formar pareja con el escultor Jorge Michel, su gran amor.
Obra de Josefina Robirosa exhibida en su última muestra, en OdA
Tras haber sido homenajeada en la feria Arte Espacio de San Isidro, en 2015, la última muestra a la que asistió fue su retrospectiva en la galería Rubbers, dos años después, que reunía una treintena de obras realizadas a lo largo de más de medio siglo. En la entrada se destacaba entonces un dibujo de la década de 1970, en el que un conjunto de rocas se erige sobre un manto de nubes.
“Es como un Magritte –dijo entonces a este diario la curadora Mercedes Casanegra, que también tendría a su cargo una retrospectiva que le dedicó en 2018 el Fondo Nacional de las Artes-. Es que la obra de Robirosa coquetea con el surrealismo, pero también con el arte abstracto y geométrico. Por momentos, sus pinturas son pop y por otros, regresa a la naturaleza a través de frondosos bosques –una de sus series más reconocidas-, como queriendo despistar al que observa”.
Sin título, lápiz sobre papel, 1976 Archiv/Gentileza galería Rubbers
De esa misma manera despistaba con su eterna sonrisa y su frescura. “Era alegre, sociable, imprudente: no tenía filtro. Gran artista y gran persona, tuvo una vida para celebrar. Organizaba tés en su casa de San Telmo y nos reíamos tanto que nos quedábamos hasta las tres de la mañana”, recuerda Guillermo Alonso, quien compartió con ella décadas de trabajo y amistad.
Mientras prepara una muestra le dedicará el año próximo en Córdoba, el director de Museos y Patrimonio de esa provincia destaca su talento pero también su gran generosidad con los artistas jóvenes. “Cuando fue directora del Fondo Nacional de las Artes -señala-, estaba muy atenta a sus necesidades y les conseguía créditos”.
Robirosa en su departamento de San Telmo, ubicado junto a taller, donde organizaba tés que se extendían hasta las tres de la mañana. Gentileza familia Robirosa
Coincide con él Norberto Frigerio, director de relaciones institucionales de La Nación: “Trabajadora, inspiradora, renovadora de su propio modelo, incansable, docente, buena amiga -opina-. Más no se puede decir”.
Tal vez, lo que dice ella misma en un texto publicado en un catálogo, para su muestra de 2012 en el Centro Cultural Recoleta, donde sorprendió al instalar en la Sala Cronopios sus pájaros de fibrofácil: “Mi pintura soy yo y esto suena tan simple que no sé si debo decirlo. Pero debo decirlo para que se entienda por qué no puedo hablar de mi pintura. Sería como ponerme delante de la gente a hablar de mí y esa tarea me llevaría otros 34 años con sus días y sus noches y uno nunca sabe bien algunos días y no hablemos de los sueños. Además, sería otro oficio. Además, está el pudor”.
Picada (1980), obra de Josefina Robirosa que pertenece a la colección del Museo Nacional de Bellas Artes. Gentileza MNBA
Un pudor injustificado, ya que si algo tuvo su carrera fue solidez. A pedido de sus hijos, José Barcia y Ariadna González Naya iniciaron hace un año la catalogación de las obras de una extensa carrera, que comenzó con una muestra en la galería Bonino hace 66 años. Después de estudiar con Héctor Basaldúa y Elisabeth von Rendell, Robirosa integró la vanguardia del Instituto Di Tella, realizó murales en edificios públicos, en dos estaciones de subte en Buenos Aires y en la Estación Argentina del Metro en París. En 1959, Jorge Romero Brest la invitó a integrar el envío argentino a la Bienal de San Pablo, y llegó a ser académica de número de la Academia Nacional de Bellas Artes. Su legado integra colecciones como las del Museo Nacional de Bellas Artes -que le dedicó una retrospectiva en 1997-, el Moderno y varias del exterior.
Sin título, acrílico sobre tela, 2001 Archivo/Gentileza Galería Rubbers
Durante todo ese trayecto, siempre fiel a sí misma, no dejó de experimentar: de las pinturas de los años 60 con colores estridentes, montadas sobre bastidores rectangulares o circulares, y figuras humanas atravesadas por líneas geométricas, pasó a las pinturas surrealistas de los años 80. Con el nuevo milenio, llegaría otro giro hacia las construcciones geométricas.
“Sus obras son como visiones, tienen algo místico, son como premonitorias -advertía Casanegra en 2017-. Como las pinturas de 2001, de edificios borrosos. En el centro, casi minúsculas, se ven personas cayendo. Las pintó justo antes de la caída de las Torres Gemelas”.
La Nación
Foto: Gentileza MNBA