La posibilidad de extender las habilidades naturales de nuestro cuerpo mediante máquinas ha aupado a la humanidad desde los albores de la civilización. Sin embargo, nunca como ahora la tecnología había avanzado los suficiente como para permitir la integración de máquinas y cerebro de una manera tan íntima.
Las futuras interfaces cerebro-máquina buscan leer la actividad cerebral generando modelos predictivos del comportamiento con los que controlar dispositivos externos. El mundo tal y como lo conocemos cambiará de manera irreversible.
Pero ¿cuán disruptivos son estos cambios?, ¿está amenazada nuestra especie como aventuran los transhumanistas?, o ¿es acaso esta solo una nueva revolución tecnológica? Discutiremos la ciencia detrás de las interfaces cerebro-máquina, sus amenazas y oportunidades, e identificaremos las claves que debería adoptar una ética para el nuevo tiempo que se avecina.
La máquina
Señalaba Ortega y Gasset que el ser humano «empieza cuando empieza la técnica». Esta hibridación entre la cultura de las herramientas y el individuo modifica necesariamente la biológica que nos fue dada. El escritor Yuval Noah Harari proporciona en su libro 'Sapiens. De animales a dioses' el ejemplo de la modificación del aparato masticador por la domesticación del fuego.
El proyecto humano consiste en ir integrando técnica y cultura en un proceso acumulativo. Somos un ideal en constante evolución, «el más importante bioartefacto creado por el ser humano», en palabras del catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Málaga Antonio Diéguez: El ser humano es tanto Homo faber como Homo sapiens.
Hasta ahora el cerebro se mantenía como el director de escena que imaginaba, propiciaba y dirigía estos cambios. Hoy, la interconexión creciente del humano con la máquina da un paso gigantesco.
Una interfaz cerebro-máquina (o brain-machine interface, BMI, en inglés) es un dispositivo que puede decodificar las intenciones humanas a partir de la lectura de la actividad eléctrica del cerebro. Esto se logra creando un bucle cerrado en el que se acopla la señal cerebral con una acción específica.
Este bucle sigue varios pasos. Primero se capta y registra la señal, que es posteriormente procesada mediante un algoritmo que controla un actuador o brazo robótico como si fuera un efector natural (BMI motor) o bien proporciona información (BMI sensorial). En ambos casos, el bucle se cierra con la evaluación por parte del sujeto (esto es, de su cerebro) del resultado de la operación.
Una interfaz cerebro-máquina de rehabilitación neurológica. Un casco con electrodos capta las ondas cerebrales que luego son procesadas por el ordenador ARS ELECTRONICA / ROBERT BAUERNHANSL / FLICKR, CC BY-NC-ND
El cerebro
El cerebro humano está constituido por más de 85 mil millones de neuronas. Su actividad coordinada permite percibir estímulos y controlar el movimiento del cuerpo, así como facultades cognitivas complejas como la imaginación, la racionalidad y las emociones. La cantidad de información procesada y almacenada por nuestro cerebro es superior a la que manejan los ordenadores actuales más potentes; una danza electroquímica determinada por impulsos iónicos propagados a lo largo de extensos circuitos neuronales.
La funcionalidad del cerebro se refina a lo largo del desarrollo y mediante el aprendizaje. Un cerebro nunca es igual a como fue; cambiamos y eso se refleja en la estructura y la función cerebral. Tampoco es posible concebir el cerebro fuera del cuerpo. Cuerpo y cerebro forman una unidad, un sistema embebido en su entorno, donde busca sobrevivir. Cada cerebro humano es único e irrepetible.
El cerebro no se puede reproducir ni copiar. El computador, por el contrario, puede fabricarse en serie, se apaga y enciende sin emociones, volviendo a un estado inicial muy similar a la configuración de fábrica.
Cerebro y máquina
Con características tan diferentes es obvio que cerebro y máquina no puedan funcionar de la misma manera. Sus procesos, capacidades y formas de actuación son tan distintos que se puede afirmar que ni el cerebro computa, ni el computador piensa.
Ante los mismos datos de entrada un ordenador dará siempre el mismo resultado, lo que no ocurre con el cerebro, cuya actividad está influida por el contexto. Así, mientras el cerebro funciona probabilísticamente, el ordenador es fundamentalmente determinista. En el cerebro el almacenamiento de datos, su procesado y transformación constituyen una unidad. Son los mismos grupos neuronales los que de manera integrada acceden al registro de la memoria, combinan información y generan inferencias y representaciones.
En los sistemas BMI, cerebro y máquina deben aprender mutuamente a ser usados. El aprendizaje de la máquina se basa en algoritmos que modifican los parámetros de cálculo, proceso en el que la inteligencia artificial ha demostrado una gran utilidad.
La investigadora de la Universidad Noruega de Ciencia y Tecnología Marta Molinas controla los movimientos de un dron con una interfaz cerebro-ordenador KAI T. DRAGLAND / WIKIMEDIA COMMONS, CC BY-SA
El aprendizaje en el sujeto sigue el mecanismo cerebral habitual con el que ha llegado a manejar los miembros del cuerpo. Las redes neuronales responsables son refinadas mediante mecanismos de plasticidad, que refuerzan las conexiones más usadas. Se ha comprobado que el control cerebral de dispositivos BMI utiliza el mismo tipo de representaciones que las actividades motoras naturales, activando grupos neuronales capaces de generar señales a voluntad del sujeto. Cuando el uso del BMI es óptimo, la representación cerebral del dispositivo externo puede llegar a integrarse con las representaciones naturales del propio cuerpo.
Los retos del invento
En definitiva, el cerebro y un ordenador son radicalmente distintos, aunque se les suele comparar. Esta confusión tal vez provenga de la tendencia a adjudicar caracteres humanos a objetos inanimados, lo que provoca una ambigüedad en el uso de términos como pensamiento, inteligencia y conciencia.
El movimiento transhumanista afirma que, al ritmo de los avances en las tecnologías disruptivas actuales, especialmente en inteligencia artificial y robótica, nos acercamos a una singularidad. En este punto sitúan la aparición de una superinteligencia que cambiará a la humanidad, o que la sustituirá por una nueva realidad. Aunque este supuesto parece ignorar la dependencia energética de cualquier tecnología y su carente autonomía replicativa, conviene repasar sus predicciones.
Los escenarios que se proponen parecen dibujar un futuro distópico dominado por extraños entes, ya sean máquinas dotadas de una poderosa inteligencia o seres híbridos. La predicción va desde supuestos radicales, como la extinción de nuestra especie, hasta la coexistencia pacífica y satisfactoria entre máquinas y posthumanos, pasando por numerosas complicaciones socioeconómicas y culturales de un mundo cada vez más mecanizado.
¿Cuán irreversible es este escenario? Para enfrentarnos a las amenazas potenciales de la BMI es necesario conocer sus límites, comprender su realidad, replantear la ética existente. Conviene recordar el ideal humanista fundamental de mejorar a las personas, de superar sus limitaciones respetando la condición humana. Una tecnología que permita alterar la dignidad humana estaría yendo en la dirección equivocada.
Una nueva ética para tiempos disruptivos
Cualquier revolución tecnológica conlleva cambios tan rápidos y profundos que obliga al reexamen moral. Aunque se haya pretendido históricamente sustentar la ética en algún tipo de fundamento sólido y permanente (ya sea religioso, filosófico o político), cada etapa de la civilización ha forzado la readaptación de los valores que nos hemos dado.
Una ética vinculada a la ciencia y la técnica debe necesariamente caracterizarse por su racionalidad. Al no existir fundamentos en los que apoyarse para entender lo desconocido, el consenso debe partir de un diálogo activo y reflexivo, informado y ponderado. Esto obliga a fomentar un espíritu crítico compartido. Es el conjunto de la sociedad quien debe definir las reglas de funcionamiento colectivo, buscando un acuerdo necesariamente respetuoso con la visión de las minorías, sin perder su vocación universal, ya que cualquier tecnología disruptiva se expande con gran facilidad haciéndose global.
Estas características éticas (relativismo, consenso, racionalidad y universalidad) serán necesarias para superar los riesgos inherentes a una tecnología tan profundamente disruptiva como las interfaces cerebro-máquina. La primatóloga Jean Goodall nos lo recuerda: «La tecnología sola no es suficiente; hay que ponerle corazón».
ABC
Foto: NEURALINK