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25/07/2014 08:35 hs

Cortázar: retrato del narrador como poeta

Argentina - 25/07/2014 08:35 hs
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El minucioso relato biográfico Cortázar en Mendoza, de Jaime Correas, recupera versos tempranos y apuntes del escritor. Aquí, un análisis del influjo del género en la literatura del autor de Rayuela.

Hy un instante en que el poeta sabe para siempre que lo será. Ese instante puede ser un reconocimiento que vagamente transmite el soliloquio; tal vez la visión de un objeto real que de pronto acuerda con un verso inmediato; el deseo demasiado cercano de una infancia recordada a voluntad. Más a menudo es una lectura febril o hambrienta o despierta, ese eco simpático -que atraviesa el tiempo y marca la historia- que alguien quiere repetir en sí mismo hasta saber que esa mismidad del yo, en el poema, es un doble, otro, nadie. Y aun así, nada de lo que la poesía atestigua puede tener lugar sino en la vida. En Opio. Diario de una desintoxicación, Jean Cocteau escribió:

Asqueado por la literatura, he querido superar la literatura y vivir mi obra. Ello hace que mi obra me coma, que empiece ella a vivir y que yo muera. Por lo demás, las obras se dividen en dos categorías: las que hacen vivir y las que matan. [...] Nosotros, los poetas, tenemos la manía de la verdad, procuramos transmitir al detalle lo que nos choca. "¡Qué suyo es!", he aquí el elogio que se atrae siempre nuestra exactitud. [.]. Ahora bien, el poeta no pide ninguna admiración; quiere ser creído.

A los diecinueve años, Julio Cortázar leyó ese libro. No cuesta imaginar que haya creado en él esa misma determinación vitalista reunida con una autoconciencia poética que halló en la figura de Arthur Rimbaud, cuando escribió su primer ensayo sobre el poeta, en 1941. Lo había firmado para Huella, una de las fugaces revistas del neorromanticismo argentino de los años cuarenta, con el mismo seudónimo que usó para su primer libro de poesía, Presencia, publicado en 1938: Julio Denis. En él afirmaba que Rimbaud era un punto de partida y lo diferenciaba de Mallarmé en un aspecto esencial: mientras éste concentraba su logro en alcanzar una poesía pura a través de una lucha que a la vez se deshumaniza, se desangra y finalmente prescinde de sí mismo cuando "cayó en el total hermetismo del que lo libró la muerte", Rimbaud era "ante todo un hombre". No procuraba la impersonalidad, sino una liberación del yo en el "Yo es otro".

En su apropiación de Rimbaud, Cortázar se diferenciaba de los surrealistas, que lo veían confiando en impulsos inconscientes, o de aquellos que lo interpretaban como buscador de un absoluto de poesía. El camino de Rimbaud era para Cortázar, en cambio, un anticipo del existencialismo y una fusión de la poesía en la vida como lucha o agonía, camino del infierno o conquista del yo:

Mallarmé se despeña sobre la poesía; Rimbaud vuelve a esta existencia. El primero nos deja una Obra; el segundo, la historia de una sangre. Con toda mi devoción al gran poeta, siento que mi ser, en cuanto integral, va hacia Rimbaud con un cariño que es hermandad y nostalgia. [.]. La aventura de Rimbaud es un punto de partida para la desgarrada poesía de nuestro tiempo, que supera en conciencia de sí misma a cualquier momento de la historia espiritual; ahora, siendo más modestos, somos a la vez más ambiciosos; sabemos la grandeza y la miseria de esta Poesía, intuimos sus fuentes y sus napas. Somos, en ese sentido, los voyants (videntes) que él reclamaba.

El crítico Jaime Alazraki, editor de la obra crítica de Cortázar y antes abnegado pesquisa de aquel tempranísimo ensayo de Cortázar sobre Rimbaud, reconoció que ese texto era una versión simplificada, pero a la vez anticipatoria, de una cosmovisión que alcanzaría en Rayuela (1963) su punto más alto. Señala que esa diferenciación de Mallarmé era una solapada autocrítica de los sonetos mallarmeanos de su primer libro, Presencia, y que el seudónimo "Julio Denis" actuaba como una reserva y una señal de inseguridad, ya que sólo en aquel libro y en este artículo lo había usado. Si bien el propio Cortázar había reconocido a Luis Harss, en una entrevista incluida en Los nuestros (1966), que los poemas de Presencia eran "muy mallarmeanos y felizmente olvidados", existen varias cartas entre 1939 y 1944, años de su estadía como profesor en Chivilcoy hasta que fue contratado por la Universidad de Cuyo, firmadas como "Julio Denis". En carta del 31 de julio de 1940, advierte: "Yo sé que en Presencia hay mucho de ello, y no niego la influencia enorme que sobre mí tuvo y tiene Mallarmé. Pero no soy 'mallarméen'. [.]. Estoy muy lejos de Mallarmé. En cambio, ¡qué cerca me siento de Rimbaud!".

Esa figura de Julio Denis era menos una reticencia que un doble: el modo en que Cortázar se vincula con la literatura es a través de la poesía y con ella aparece esa duplicidad primera que será, a lo largo de toda su obra, matriz de numerosos juegos de dobles: personas, tiempos, lugares. Pero ello significa también que la poesía -o, como él la llamó, la poeticidad- es un impulso que lleva la literatura más allá de sí misma y quiebra en su manifestación vital los presupuestos de la razón de Occidente. Ese rasgo está desde el comienzo en la obra de Julio Cortázar y podría afirmarse que fue su fundación, su secreta vertiente, una fluencia que sostuvo incluso sus postulados más utópicos. En una entrevista con Evelyn Picon Garfield, de 1981, Cortázar reconoció:

Nadie me pregunta, nadie me entrevista ni me interroga sobre temas poéticos partiendo del principio de que no soy poeta sino prosista. Y sin embargo, la poesía es absolutamente necesaria para mí y si alguna nostalgia tengo yo es que mi obra en definitiva no es una obra exclusivamente poética.

La aparición del notable Cortázar en Mendoza, de Jaime Correas, que amplía y reescribe su Cortázar, profesor universitario (2004) a la luz de nuevos hallazgos, demuestra con creces el compromiso de Cortázar con la poesía, no sólo mediante su constante ejercicio sino también por su lectura y su enseñanza. El volumen de Correas es algo así como una biografía microscópica y minuciosa de tres años en la vida del escritor: aquellos en los cuales le ofrecieron dar clases en la Universidad de Cuyo, entre julio de 1944 y diciembre de 1945, cuando Cortázar se hizo cargo del interinato de dos cátedras de Literatura Francesa y una de Europa Septentrional.

La investigación de Correas es extraordinaria por el grado de precisión y seguimiento de todas las actividades de Cortázar en el claustro universitario y en la vida provinciana, que incluye también la encrucijada política de esos años de la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, las disputas con nacionalismos filofascistas que se extendían en diversos grupos de la sociedad argentina y el contexto de la presidencia de facto del general Edelmiro J. Farrel y la revolución de 1943, previa a la irrupción de la primera presidencia de Juan Domingo Perón.

Correas también reconstruye el mundo cotidiano del escritor y sus vínculos amistosos y aun el modo en el cual el circunspecto profesor Cortázar va dando paso, siquiera de un modo latente tal como se percibe en las cartas y textos y alusiones a su círculo íntimo (por ejemplo, con la familia del artista plástico Sergio Hocevar, que firmaba Sergio Sergi, al que llamaba "el Oso"), a esa dimensión lúdica y humorística y rítmica que minará la Gran Costumbre o el Gran Sistema con el humor y lo absurdo, desde los Cronopios hasta la Joda.

Así lo revela, entre las numerosos testimonios reunidos por Correas, un poema, "Goulash para el oso", que celebra con una receta poética el goulash ofrecido por su amigo, y que comienza: "Receta del goulash, tómese un pedazo de estrella y una ortiga,/ el corazón feroz del pez espada, la medusa que duerme en las despedidas,/ mezclados al inevitable conflicto que sigue a la llegada de los trenes,/ a las facturas de la tienda, a los mensajes del obispo./ Con ternura alicaída, como un perro bañado o un tomate solo,/ se irá tirando el día sobre un mármol hasta verlo arrugarse,/ a fin de que entre tanta lentitud se precise el latir de la tormenta,/ la cólera de los sartenes con su solo ojo ciego, el canto/ nupcial de las cebollas y las gelatinas".

Acaso el núcleo más precioso de este libro sea el pasaje de la figura de aquel Julio Denis a la del autor Julio Cortázar, pero asumido en el gesto del poeta. Correas no sólo reconstruye todo ese pasaje iniciático, afirmando que los años de Mendoza fueron una especie de "bisagra vital" por la cual muere aquel Julio Denis para dar nacimiento al primer Julio Cortázar (que será también el narrador de aquellos iniciales cuentos inéditos recogidos en La otra orilla que formaban parte de esa época), sino que además reconstruye todo aquello que Cortázar enseñaba a través de sus programas y sus apuntes de clase, así como una carpeta de treinta poemas que el escritor ordenó bajo el título "Poemas 1945-1948" y que había editado Saúl Yurkievich en Poesía y poética (Galaxia Gutenberg, 2005-2009), un volumen que prácticamente no circuló en la Argentina.

Correas demuestra con creces la hipótesis de esa encrucijada vital que transformó al profesor en escritor, a ese doble llamado Julio Denis en el Cortázar que a su vez diseminaría dobles en sus ritos y pasajes, las dimensiones abismadas en un continuo de cinta de Moebius, el cuestionamiento del Logos occidental que hallaría tanto en el Juego como en la utopía socialista atajos posibles para la vida concreta. Correas acentúa un núcleo esencial que tiene en la figura de Rimbaud un centro y también en otros textos iniciales.

En esos años Cortázar publica en la Revista de Estudios Clásicos de Mendoza, hacia 1946, el ensayo "La urna griega en la poesía de John Keats", que luego se expandiría hacia un vasto ensayo de 1952 que había permanecido inédito por décadas: Imagen de John Keats (1996) -dedicado a Arturo Marasso, su querido ex profesor del Mariano Acosta-. De esa época data también el texto que sería, acaso, la primera poética personal, pero que revierte sobre el surrealismo y el existencialismo: "Teoría del túnel". En ese texto aparece otra figura poética central para Cortázar: Isidore Ducasse, el Conde de Lautréamont, el poeta excéntrico y extemporáneo de Los cantos de Maldoror. También Ducasse era, para Cortázar, alguien "para quien lo poético es el solo lenguaje significativo porque lo poético es lo existencial, su expresión humana y su realidad última".

En su reconstrucción, Correas exalta parte de esa trama o, como la llama, esa "lógica interna": al seguir las clases de Cortázar, sus traducciones poéticas para ilustrarlas, sus apuntes y sus programas desarrollados en Mendoza (el curso de 1945 fue "La poesía francesa desde Rimbaud hasta nuestros días"), confirma, por un lado, el desarrollo de las ideas que cifraría el primer ensayo sobre Rimbaud para la revista Huella y, por otro, la original atención a Lautréamont, cuyos Cantos de Maldoror no serían traducidos por Aldo Pellegrini hasta 1964 (justamente un año después de la aparición de Rayuela). Como una coda conmovedora en esa trama hecha de huellas, fotografías, cartas, y aun libros obsequiados morosamente que guardan flores resecas, Correas reconstruyó un regreso: la visita de Cortázar a Mendoza en 1973. Un día sonó el teléfono de Lida Aronne Amestoy (autora de Cortázar: la novela mandala) en Godoy Cruz y la mujer escuchó la clara voz de erres arrastradas de Cortázar que decía: "Lida, te habla Horacio Oliveira". En esos días, además de sus visitas y reconocimientos, Correas registró un hecho olvidado y extraordinario: Antonio Di Benedetto escribió para el diario Los Andes la crónica de este regreso el 11 de marzo de 1973, reproducida completa, y también le regaló a Cortázar un ejemplar de su libro perfecto: Zama.

Habría así en Rayuela este humus poético. Tal vez no fue habitualmente reconocido el vínculo profundo de este origen poético de la literatura de Cortázar con el carácter más original y más permanente, aunque todavía menos explorado en términos críticos, de su actualidad. Aun en el origen mismo del proyecto de Rayuela este vínculo es evidente. Al comienzo del llamado Cuaderno de bitácora de "Rayuela", aquel legendario cuaderno de notas, esbozos, fragmentos y pre-textos de la gran novela de Julio Cortázar (que editó y estudió con amorosa inteligencia Ana María Barrenechea, a quien el autor se lo había regalado), se lee una profesión de fe poética en las páginas 9 a 13. Comienza apuntando: "Es exacto que la poesía ha perdido terreno". Luego señala que tanto la poesía como el poema fueron reemplazados por un "poetismo general" manifiestos en la literatura y el arte pero "sin la intensidad de un Rimbaud o de un Vallejo" y con una renuncia de Occidente al mundo "mágico, simpático, analógico". Cortázar ya había razonado este fundamento romántico en varios capítulos de Imagen de John Keats, anticipando en una década algunos argumentos de Morelli en Rayuela:

La evolución racionalizante del hombre ha eliminado progresivamente la cosmovisión mágica, sustituyéndola por las articulaciones que ilustran toda historia de la filosofía y la ciencia, [.] es evidente que el hombre ha renunciado a una concepción mágica del mundo con fines de dominio.

Luego se pregunta por qué ha ocurrido esta muerte de la "poesía-en-la-vida". En cierto modo Cortázar reúne tanto los efectos de la era de la reproducción técnica como los fenómenos de la razón instrumental del capitalismo, en desmedro de aquello que con Nietzsche se llamó lo dionisíaco y de una crítica de la alienación en Occidente, resurgida con fuerza en los años sesenta:

La desmesurada centrifugación del hombre: radio, TV, Comet, Sputnik, high fidelity, cinemascope, etc. En vez de enraizarnos (que es actitud, búsqueda y logro de poesía), en vez de buscar el Centro (Eliade: el Mandala), nos extendemos en mancha de aceite, nos trivializamos. Un poema exige siempre una solidarización momentánea para una confrontación. [.]. La lectura de los poetas es un "lujo" más, no ya una operación nocturna y grave como lo entendían los románticos. O sea que el Occidente sigue su tradición helénica de racionalismo, Apolo gana hoy este round de su lucha secular con Dionisos. Pero el hombre es más que el Occidente. Por no querer aceptarlo, el Occidente se está suicidando. La muerte de la poesía es una de sus necrosis.

Pero luego agrega una posdata, en francés: "'Poésie pas morte!', La poesía no ha muerto. [.]. La muerte, aquí, es una resultante estadística: la poesía vuelve hoy a la dimensión de género literario que tuvo en sus peores épocas".

Se advierte allí que lo poético informa esa dimensión de lo dionisíaco propio de la modernidad estética que, como estudió Jürgen Habermas en El discurso filosófico de la modernidad (1985), corresponde a una nueva subjetividad descentrada, liberada de las convenciones cotidianas de la percepción consuetudinaria, abierta en cambio al mundo de lo imprevisible, de lo súbito, del éxtasis, allí donde progresa la pérdida de los límites individuales. ¿Pero no es éste el sentido de los dobles y los espacios duales en Cortázar, entre Oliveira y Traveler, entre la Maga y Talita? ¿No es éste el fundamento del salto hacia el fulgor del mandala que lanza a Horacio Oliveira al vacío? ¿No es la prédica de Morelli la de una razón centrada en ese sujeto unitario, la de un enfrentamiento con lo otro de la razón? ¿Y acaso Cortázar no aprendió ese fundamento en la poesía de Rimbaud y en las Cartas del vidente, que él tradujo y divulgó en sus clases y en su primer ensayo de los años cuarenta?

Esa resistencia estética ya se halla en el saxofonista Johnny Carter de "El perseguidor", pero así como muchos de los surrealistas -el propio Breton, Buñuel, Aragon o Eluard- hallaron en el comunismo la vía de una encarnación de la razón ardiente, así en un movimiento análogo Cortázar buscó en la Revolución cubana y las utopías de los años sesenta la articulación concreta de aquellas proyecciones. Y otra vez su origen era poético y se hallaba ya en Rimbaud, porque la busca de su nueva lengua poética, desde el soneto "Vocales", coincidía con el sueño de un mundo nuevo como el barco ebrio lanzado al horizonte de la historia. Y aun así el Julio Denis de los años cuarenta había predicado el fin, como una derrota que sería, sin embargo, un paradójico pasaje triunfal como manifestación viviente:

Hay en todo poeta una fatalidad que lo arrastra, una "manía". Y si la tentativa de este orden está destinada a fracasar, si lo absoluto no puede serle dado, si el conocimiento poético, como el místico, es inexpresable, su pasaje nunca será vano. Del Rimbaud que traficó en Abisinia no nos resta nada merecedor del recuerdo; del adolescente que se desangró sobre los filos de un imposible queda la obra más viva y más honda de la poesía moderna. Y, para decirlo con él, aunque el logro sea siempre diferido, "vendrán otros horribles trabajadores: comenzarán por el horizonte donde el anterior fue abatido".

El vínculo fundacional de Cortázar con la poesía, que el volumen de Jaime Correas Cortázar en Mendoza asegura y magnifica, también explicaría su agudísima y temprana conciencia de una novela como Adán Buenosayres, en 1949, cuyo fundamento también es poético. O esa coincidencia magnética con José Lezama Lima y su novela Paradiso, así como Lezama interpreta Rayuela como vector de su propia obra. No es extraño, tampoco, que desde la praxis poética, Octavio Paz reconociera hacia 1971 -cuando Cortázar ya había manifestado largamente su compromiso con el socialismo latinoamericano- que "Julio Cortázar es el escritor de mi lengua del que yo me siento más cerca". De hecho, un libro algo anómalo de Cortázar como Prosa del observatorio (1971) se vincula directamente con Octavio Paz.

La experiencia diplomática de Paz como embajador mexicano en la India, en Nueva Delhi, alentó el vínculo con la cultura hindú y, entre otros textos, su obra maestra El mono gramático. Ese texto en prosa de Paz, escrito en Cambridge en 1970, evoca la experiencia poética y sagrada de un itinerario, decurso del discurso, por el camino de Galta, localidad abandonada y en ruinas cerca de Jaipur, llevado a cabo antes de octubre de 1968, cuando Paz renunció a su cargo a raíz de la matanza de Tlatelolco. Entre febrero y abril de ese mismo año, Paz alojó en la embajada a Julio Cortázar y a Aurora Bernárdez, lo inició en muchos aspectos del hinduismo y el budismo y realizó viajes con él. Entre esos viajes a diversas ciudades y regiones, hubo uno a Jaipur, donde Cortázar fotografió los observatorios del sultán Jai Singh. En 1971, en su casa de veraneo en Saignon, escribió, a propósito de esa experiencia, ese breve texto en prosa, no menos poético y heterodoxo que El mono gramático, llamado Prosa del observatorio, que Graciela Maturo (por entonces Graciela de Sola), en una carta al autor, señaló como un texto poético. En 1972, Cortázar le respondió:

No es injusto que haya llamado prosa a lo que vos sentís como un poema; lo hice en la misma dirección en que Cendrars había llamado Prose du Transibérien a su poema, o Mallarmé Prose pour des Esseintes al suyo, es decir que a buen entendedor.

La confluencia vital y poética de Paz y Cortázar tuvo, en el espacio a la vez real e imaginario de Jaipur y en esos libros de prosa poética, una convergencia que también puede razonarse a través de la noción de pasaje.

La permanente labor poética de Cortázar finalizó en Salvo el crepúsculo, un volumen de poemas que revisó poco antes de morir, en 1984. Ese hecho, que parece fruto de la contingencia, podría leerse como necesidad en la lógica de las analogías cortazarianas. Allí entrelazó los poemas con textos que los comentaban, estos sí en esa prosa de ensayismo zumbón que había ejercitado en La vuelta al día en ochenta mundos o en Último round, como una voz que se refractaba en otros sujetos diversos del sujeto poético, por ejemplo en las figuras de Polanco y Calac. En ese orden alterno, los poemas se transforman en "pameos" y "meopas" y "prosemas", mediante un juego combinatorio de tiempos confluyentes y azares objetivos:

hay pameos que buscan pameos a la vez que rechazan meopas, hay prosemas que sólo aceptan por compañía otros prosemas que sólo aceptan por compañía otros prosemas hasta ahora separados por años, olvidos y bloques de papel tan diferentes. [.]. Nunca quise mariposas clavadas en un cartón; busco una ecología poética, atisbarme y reconocerme desde mundos diferentes, desde cosas que sólo los poemas no habían olvidado y me guardaban como viejas fotografías fieles.

El poeta había dado el salto, del cielo a la tierra.

Fuente: La Nacion

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