Ojo de cerradura
Edición del 22 / 11 / 2024
                   
21/12/2015 09:49 hs

Saludando Viejos

Río Cuarto - 21/12/2015 09:49 hs
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La cercanía de la Navidad nos trae historias especiales, de esas que nos emocionan, de esas que sobreviven más allá del marketing. Un cuento de Navidad de Rubén Lucero. 

La tardecita previa a Navidad subíamos al auto con la premisa de encontrar a los viejitos de todos los años y sumar algunos nuevos.
—Vamos, es hora de realizar la tarea—, decía mi padre, e iniciábamos el recorrido por las calles ya conocidas. Sabíamos dónde estaban los muertos en vida: la mayoría seguía en los barrios de la ciudad. Quiero decir, allí estaban los visibles, los que no se ocultaban. En cambio, los del centro, habían perdido la costumbre de quedarse sentados a la vereda, viendo pasar la vida, ellos escogían otro modo de esperar la muerte: miraban televisión. Nosotros buscábamos a los que resistían; mis preferidos eran dos viejitos eternos que vivían cerca del arroyo. Seguramente llevaban muchos años de matrimonio. Cada atardecer, previo a nochebuena sacaban dos sillas, y sentados, en un silencio propio, cautivo, esperaban la noche, la vida, la muerte.
Al principio los elegía mi padre. Fui aprendiendo de tanto observar y de escuchar sus ideas y en las navidades siguientes me cedió le iniciativa. Podía elegir.
—¿Ves?—decía mi padre, con una mano sostenía el volante y con la otra señalaba—los de la casita amarilla. Esos son candidatos, hagámoslo. Dale, saludemos fuerte—. Daba dos golpes al volante, dos bocinazos, con toda la furia, gritábamos: ¡Feliz Navidad!¡ Adiós! ¡Saludos! Y sin más que decir, papá aceleraba y nos perdíamos en la distancia. Por el espejo retrovisor, él observaba un buen tramo y se reía. Ya está, vamos por otros. 
Saludar a los viejitos que se sentaban en la vereda, que detenían sus horas antes de la cita con la muerte, que conscientes o no, habían perdido la iniciativa y desde mucho tiempo se escudaban en una contemplación distante, perentoria y mansa, según mi padre, era un acto solidario. Un acto de amor.
Papá conducía y explicaba: gesticular, sorprenderlos con un grito, con un bocinazo, con un alarido, los despierta, los hace pensar, los mantiene vivos. Ellos están olvidados, un saludo es un atentado a su soledad, a esa resignación latente de saberse muertos, desconocidos. Que los saluden extraños desde un auto los mantendrá despiertos, abundarán en preguntas, querrán saber quién se acordó de ellos, volverán a intercambiar palabras. Por dos o tres días se preguntarán quién los saludó tan efusivamente, pensarán, tejerán historias. Es muy bueno, nunca dejes de hacerlo, eso decía mi padre.

Ahora, con él ausente, cargo a mi hijo en el auto y lo saco a pasear antes de que llegue Navidad. Sigo Saludando Viejos. Mi hijo es demasiado niño, no podría entender mis explicaciones.
Doy dos golpes al volante, dos bocinazos y saludo. Cada vez que lo hago, el niño me mira y se ríe, siempre se ríe.

Por Rubén Lucero

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